Grávida de toda gravidez, plena
la panza, los ojos, el alma, iba derribando miradas, aquella sorna de todos, la
suspicacia de los biempensantes, ávidos de fracasos, que no le dieran ni un
crédito, ni un comino valía ¿no ven? Corva
la espina al mango, voluminosa, para que
no quepan dudas. No me atosiguéis señores,
chacun son tour, es el mío, aquí
vengo, de vuelta de mil noches, de millones de lágrimas, aquí vengo a cumplir
la ley.
El otoño se insinuaba y cursaba la sexta luna. En
el departamento de Garay, a media cuadra de la estación Remedios de Escalada,
entraba mucha luz. No daba a la calle ni tenía balcón. Una luz blanca que encendía
los colores. La colcha verde manzana, las alfombritas lacre, los almohadones
que había hecho ella misma para los sillones de mimbre, de un intenso turquesa,
todo brillaba, flamante, impecable. Que nada viejo enturbie la luz, nada
sombrío, nada usado, nada ajado. Ninguna historia que contar, nada para
recordar. Como si fuera posible zanjar el pasado y borrar hasta última de
sus huellas.
Ni un reproche, ni una mirada de
descontento para aquella que no veía ni quería ver y recortó el tiempo con
tijerita. Burbuja de sanidad para acunar el sueño que sin embargo un poco más
tarde, explotaría como pompa de jabón. ¿Quién tiene el catalejo de la vida? En
el curso de una noche, al sonar nefasto de un timbre, todo pasaría a pender de
un solo y delgado hilo que velaría días y noches. Pero ahora, en esos días de
marzo de 1976, la vida empezaba a tener sentido y no se animaba ni respirar
profundo por si estuviera soñando.
La única realidad pasaba por el
espejo, por la imagen lentamente modificada que consultaba a diario. De frente,
perfil o medio perfil como si de tanto mirarse corriera el tiempo más rápido y
diera un poco de sosiego a la ansiedad. Las luchas internas por su contextura, que
excedía con creces el promedio venerado de la época, habían quedado atrás. Usaba
el pelo tirante y un rodete en la nuca que le quedaba bien, lo sabía, además de
decírselo la vecina del primero, tan hermosa, casada con el ruso que estaba
detenido en una comisaría de La Plata y al que hubo que alcanzarle un colchón. Pasaban
cosas extrañas en aquella comisaría, se escuchaban tiros, gritos de reclusos, y
se observaban movimientos extraños. Le constaba el clima de angustia y recelo,
el miedo a transitar de noche la calle Larroque, las itacas que apuntaban a los
desprevenidos automovilistas, las historias en boca de todos, el silencio
preventivo de muchos.
Tomaba el tren a Retiro y el
colectivo que bordeaba la costanera hasta la ciudad universitaria, pabellón II,
ciencias exactas, rabiosamente empapelado. Se incorporaba a la extraña,
sórdida, realidad de pasillos desiertos
y caras demudadas que no alcanzaba a comprender, sin detenerse ni mirar a los
costados. Nada la distraería de esa oportunidad tantas veces postergada. Ni
esos molestos que irrumpían desprevenidamente arengando a viva voz. Dejala, es
una gorila.
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