A veces, como en este caso, es tal la potencia del
mundo al que uno accede, su captación, que es necesario dejar pasar algún
tiempo para hablar en perspectiva y poder dejar constancia de la experiencia
que significó entrar en la visión del autor y sentirse tan hondamente marcado
por su relato. No hay duda que siempre hay ingredientes de orden subjetivo que
hacen de sopapa y nos ligan a la representación de modo particular pero El Africano de J.M.G. Le Clézio es una de esas
joyas literarias que perdurarán inagotables en el tiempo, permitiendo infinidad
de miradas y ángulos de abordaje. El relato es autobiográfico y el título refiere
al padre, médico, especialista en medicina tropical, originario de la colonia
británica de la Isla Mauricio y formado en Londres. Ejerce dos años en la
Guyana británica como médico itinerante por los ríos y luego en África donde
permanece más de veinte años. El estallido de la segunda guerra mundial le hace
perder contacto con su familia, a la sazón en Francia esperando el advenimiento
de su segundo hijo. No vuelve a verlos hasta ocho años más tarde, estableciéndose
una brecha en el vínculo paterno filial difícil de zanjar. Por un lado el niño que
había pasado sus primeros y fundamentales años en Francia, en el seno de una
familia burguesa, marcado por el terror de la guerra, y por otro el padre que,
a costa del sufrimiento, la soledad y las inclemencias de la vida en África, se
había transformado en un hombre hosco, intratable, extremadamente severo.
Terminé la lectura del libro, conciso, apenas
ciento treinta páginas de un formato de bolsillo que incluye fotos, totalmente
conmocionada, preguntándome cómo se sobrevive a esta historia de profundas
escisiones, cómo se franquea un abismo tal entre padre e hijo, cómo se
construye en medio de dos culturas tan opuestas. La respuesta, creo, está en
una madre apenas mencionada pero de innegable presencia, como una roca en el
sostenimiento de su familia, y fundamentalmente en África, en la fuerza
arrolladora de su naturaleza salvaje, en sus ríos, en sus vientos que mecen los
pastizales de la infinita llanura, en los termes, la aridez y el rojo de la laterita,
en los cuerpos desnudos de los nativos, en el total despojamiento. África
significa aproximación a la verdad, da respuesta a la identificación con el
padre, los reúne y los cobija en su vientre gigantesco. África se hace presente
con tal intensidad que penetra por los poros, como si en un ida y vuelta, haciéndose
eco del paisaje, el relato se despojara hasta su más elemental expresión y
permitiera un mágico intercambio de sensaciones.
Un libro hermoso, editado por AH, al que colabora
la muy buena traducción de Juana Bignozzi. Otra revisión de la figura paterna,
de las tantas que por casualidad o causalidad he leído y debería sumar a una
entrada anterior El padre revisitado.
Extraje un fragmento que expresa con total
precisión una polarización de la cual pocos, creo, podrían salir indemnes sin
encontrar un camino en el arte:
Recuerdo la violencia. No una violencia secreta,
hipócrita, aterradora como la que conocían los niños nacidos en medio de una
guerra, ocultarse para salir, espiar a los alemanes con capote gris robando los
neumáticos del De Dion-Bouton de mi abuela, escuchar en un sueño rumiar
historias de tráfico, espionaje, palabras veladas, mensajes de mi padre que
llegaban a través de Mr. Ogilvy, cónsul de Estados Unidos y, sobre todo, el
hambre, la falta de todo, el rumor de que las primas de mi madre se alimentaban
de desperdicios. Esta violencia no era de verdad física. Era sorda y ocultada
como una enfermedad. Yo tenía el cuerpo minado por ella, ataques irreprimibles,
migrañas tan dolorosas que me ocultaba debajo de la carpeta de la mesa velador
con los puños hundidos en mis órbitas.
Ogoja me daba otra violencia, abierta, real, que hacía
vibrar todo mi cuerpo. Era visible en cada detalle de la vida y de la
naturaleza que me rodeaba. Tormentas como nunca volví a ver ni a imaginar, el
cielo de tinta rayado por los relámpagos, el viento que doblaba los grandes
árboles de alrededor del jardín, que arrancaba las palmas del techo, que se
arremolinaba en el comedor ni pasar por debajo de las puertas y que apagaba las
lámparas de petróleo. Algunas noches, un viento rojo llegaba del norte y hacía
brillar las paredes. Una fuerza eléctrica que debía aceptar, domesticar, y para
la que mi madre había inventado un juego: contar los segundos que nos separaban
del impacto del rayo, oírlo llegar kilómetro a kilómetro, luego alejarse hacia
las montañas. Una tarde mi padre operaba en el hospital cuando el rayo entró
por la puerta, se extendió por el suelo, sin ruido, fundió las patas metálicas
de la mesa de operaciones y quemó las suelas de caucho de mi padre; luego se le
unió el relámpago y huyó por donde había entrado, como un ectoplasma, para
volver al fondo del cielo. La realidad estaba en las leyendas.