9 jun 2009

Mi versión del poema Daddy de Sylvia Plath



Papito


No serás, ya no
Nunca más, el zapato negro
En el que viví como un pie
Por treinta años, tonta y crédula
Osando apenas respirar o hacer atchís

Papito, te tuve que matar
Te moriste antes de que me dieras tiempo--
Pesado mármol, una bolsa llena de Dios
Horrenda estatua con un dedo del pie gris
Grande como una foca de San Francisco

Y la cabeza en el Atlántico extravagante
Donde el verde se vierte sobre el azul
En las aguas del hermoso Nauset
Solía rezar para recuperarte.
Ach, du

En lengua alemana, en un pueblo polaco
Vuelto ruinas por la aplanadora
De guerras y más guerras.
Pero el nombre del pueblo es común
Mi amigo polaco

Dice que hay una o dos docenas
Por lo tanto nunca pude seguir
Tus pisadas, tus orígenes
Nunca pude hablarte
La lengua pegada a la mandíbula

Pegada a las púas del alambrado
Ich, ich, ich, ich,
Apenas podía hablar
Creía verte en cada alemán
Y la obscenidad del lenguaje

Una máquina a vapor, una máquina a vapor
Expulsándome como a una judía
Una judía de Dachau, Auschwitz, Bielsen
Empiezo a hablar como una judía
Creo que bien podría ser una judía


Las nieves del Tirol, la límpida cerveza de Viena
No son tan puras ni tan auténticas
Con mis ancestros gitanos y mi rara suerte
Y mis naipes de Tarot y mis naipes de Tarot
Quizá tenga algo de judía

Siempre te tuve miedo
Con tu Luftwaffe, tu galimatías
Y tu preciso bigote
Y tus ojos arios, azul brillante
Hombre-Panzer, hombre-Panzer, Oh vos

No Dios pero sí una esvástica
Tan infame que rugen los cielos que surca
Las mujeres adoran al fascista
La bota en la cara, el bruto
Bruto corazón de un bruto como vos

Te miro en la pizarra, papito
En la imagen que tengo de vos
La barbilla hendida en lugar del pie
Pero no te hace menos demonio, no
Nada menos que el malvado que

Partió en dos mi dulce y rojo corazón
Tenía diez años cuando te enterraron
A los veinte intenté morir
Para volver, volver, volver a vos
Pensé incluso en los huesos que sería

Pero me rescataron del foso
Y me volvieron a pegar toda con cola
Y entonces supe qué debía hacer
Hice la reproducción de tu figura
Un malvado con aire de Meinkampf

Y amante de la tortura y el apriete
Y me digo esto es, esto es
Por lo tanto papito, he llegado al final
Desconecté el funesto teléfono de cuajo
Las voces no llegan a través de los gusanos

Si he matado a un hombre, he matado a dos
El vampiro que decía ser vos
Y que durante años me chupó la sangre
Siete años si quieres saber
Papito, ahora ya puedes descansar.

Hay un peso en tu graso negro corazón
A la gente del pueblo nunca le gustaste
Bailan y pisotean sobre vos
Siempre supieron quién eras
Papito, papito, hijoeputa, he terminado.

4 jun 2009

…en la esquinita palpita





Llegando a la plaza de mi barrio, cuando todavía reinaba el empedrado y el carro del lechero era de tracción a sangre, se escuchaba la música convocante de la calesita. Música organillera de escasas variantes que atraía a los pibes como canto de sirena. Apuraba el paso para alistarme en la próxima vuelta. Felicidad y desafío de entronarme en el más disputado de los personajes. Ni el ñandú ni el dromedario que estaban en el centro, menos el autito o el aeroplano que eran para bebés. Anhelaba el caballo blanco de lujosos arneses que subía y bajaba al galope. Tres minutos de cruzada heroica alrededor del pequeño mundo con un pie en cada estribo y prendida al barrote que no debía soltar. Ni loca lo soltaba, el caballito era mío hasta el último centavo, siempre que no sacara la sortija y me ganara una vuelta más. Los más grandes, colgados de las barras y medio cuerpo afuera, tenían todas las de ganar. ¡A mí! ¡A mí!, gritaban manoteando la sortija que don Cosme, el calesitero, agitaba tentadoramente. Una lucha despareja y la posibilidad remota. Estaba en franca desventaja pero no vencida. Todavía me quedaba la última moneda y una chance de género. Don Cosme pasaba cortando boletos. Nos conocíamos bien, una vez me había dejado espiar detrás de los biombos a condición de guardar el secreto. Estaba intrigada por ver de dónde salía la música y abrió la misteriosa puerta. El corazón de la calesita guardaba los engranajes que le dan movimiento y el organito, un gran tambor forrado en madera y tachonado de clavos que, al girar, arrancaba melodías. Compartíamos un secreto y ahora sin embargo se olvidaba de mí. La ofensa era grande pero involuntaria y estaba dispuesto a repararla. La calesita se puso nuevamente en marcha. La sortija fue sorteando las manos de los ansiosos hasta llegar a la mía. Engaché el aro en un dedo y seguí viaje con el trofeo en alto. Me tocaba una vuelta de yapa y en buena ley.

1 jun 2009

Analfabetismo moral

En el film recientemente estrenado The reader, una realización de Daryl sobre el libro homónimo Bernhard Schlink, la segunda guerra y el holocausto forman parte contextual de las vidas que narra y constituyen el drama vinculante y atroz, del que ninguna de ellas parece tener arte ni parte y sin embargo las implica y separa a la vez. Representan la generación de la guerra y la posguerra, enfrentadas en un debate siempre estéril donde una no sabía y la otra no comprende ni perdona pero necesita salvar el agujero negro que existe a sus espaldas. Una necesidad imperiosa de la sociedad alemana y del mundo entero que pese a los años transcurridos seguirá preguntándose por este horror que se mire por donde se mire resulta inexplicable. ¿Cómo se pudo dar y consentir semejante aberración? ¿Cómo fue posible seguir y ejecutar los delirios del führer sin pensar ni cuestionarse los propios actos? Imagino a Hannah Arendt en el juicio a Eichmann, sentada entre el público, haciéndose todas estas preguntas, aguzando todos sus sentidos, tratando de profundizar aún más para plantear alguna hipótesis que le permitiera sacar conclusiones. ¿Ése era el monstruo? Qué decepción para quienes esperaban encontrarse con un estratega del mal, una mente privilegiada al servicio de la maldad. “Era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que no fuera en clisé” “Su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar”, dice Arendt en su ensayo La banalidad del mal. Cumplía órdenes impartidas como si en la retícula de poder a la que pertenecía estuviera a salvo de cualquier evaluación y pudiera abstraerse hasta el punto de olvidar, de ignorar, de no importarle, mandar al cadalso seres humanos. Como borrar números de una lista. ¿No es acaso en menor escala la misma descripción de Hannah Schmitz, la protagonista de la historia de amor en The reader, ex miembro de las SS y celadora de de un campo de concentración en Auschwichtz? Para ella estaba todo claro, hacía lo que le habían ordenado. Tenía que matar diez para que entren otras diez. Un problema matemático. Quizás lo más extraño de todo era su condición de analfabeta, de la que no se puede dudar considerando que el libro fue escrito en base a una historia verídica de boca del mismo doctor Berg, el protagonista. Una mujer analfabeta tan ávida sin embargo de literatura que es capaz de negociar sexo por la lectura de sus favoritos que son llamativamente los grandes popes de todos los tiempos. Una analfabeta que además esconde celosamente su carácter de tal. Le avergüenza a tal punto que no lo confiesa aunque constituya un punto decisorio para su descargo. ¿De qué clase de analfabetismo estamos hablando? Quizás haya existido una Hannah y quizás los hechos relatados respondan a la realidad pero cuesta entender, a menos que se le otorgue un valor simbólico. “Se trata de la generación de la guerra y la posguerra”, dice Schlink acerca de su libro en una entrevista. Desde esa visión, Hannah representa la generación de la guerra, heredera de la República de Weimer, período que dio uno de los movimientos literarios más ricos de la historia alemana. No más nombrar entre otros a Bertold Brech, Thomas Mann, Herman Hesse da idea de la magnitud de la producción literaria de ese período. “Analfabeta”, sería entonces el calificativo menos apropiado que podríamos emplear. Por otro lado resultan cruciales las palabras del profesor de leyes en el transcurso del juicio. Se trataba de una sociedad apegada a la ley, explicaba a su alumno. Mientras fuera legal todo estaba bien aún cuando moralmente resultara inaceptable. Podríamos decir entonces que el analfabetismo de Hannah no es tan creíble como la flagrante ausencia de valores éticos. Un analfabetismo moral que en todo momento le impidió registrar al otro