22 mar 2013

Eufemismo

De cuando el hombre pisaba la luna por primera vez y la luna, ajena a la infinita angurria del hombre se derramaba como siempre, espléndida, sobre la bahía.

 In memorian

 


Me entero de la muerte de J.A. y el fugaz pasaje de nuestras vidas vuelve con una intensidad inusitada. De Haifa a Jerusalén, una historia tan corta como lejana cuando todavía le buscaba una punta a la vida. Qué locos, impíos, arrolladores aquellos tiempos. Recibí emocionada los borceguíes y la ropa de fajina y me embarqué sin mayores datos, encabalgada al élan de un movimiento que me reconocía por el linaje aunque no tuviera la menor idea de qué se trataba. Llevaba apellido judío, tenía nariz algo judía y podía dar cuenta de algún conocimiento básico de la tradición. Me asistía todo el derecho del mundo, aun cuando hubiera heredado la riquísima cultura de nuestros enemigos públicos número uno que, contrariamente a lo esperado, despertaban en mí una simpatía irrefrenable. La mosca negra del contingente, formateado a medida del ideal sionista e inerte a cualquier cuestionamiento de sus bien arraigadas convicciones. Aunque éramos muy jóvenes, compartíamos las mismas ansias y la experiencia socialista sería inolvidable. Para todos, para los más cuidados y crecidos en la opulencia, carne de cañón de padres poderosos, para algunos verdaderos idealistas o los que creían serlo, para los carentes de mejores emociones o para los que como yo huíamos de situaciones asfixiantes. Vivíamos en rudimentarias barracas de madera, trabajábamos cuatro horas diarias en las tareas asignadas y dedicábamos otras cuatro al estudio de la lengua, a diez kilómetros de la línea de fuego que vislumbrábamos a diario, sin pensar ni representarnos la realidad, hasta el ocasional estruendo de la sirena, cuando salíamos despavoridos a buscar refugio.

El seminario en Haifa abría un paréntesis a la rutina de trabajo, estudio y adaptación. Estaba a cargo de J.A., conocido por la prestigiosa revista que dirigía antes de emigrar y que por algún extraño motivo había pasado por mis manos. Un hombre maduro, alto, inteligente y seductor que, con innegable solvencia y savoir faire, nos invitaba a reflexionar sobre nuestra identidad y nuestro lugar en el mundo.

En esa etapa hedonista de mi vida, el deslumbrante panorama desde lo alto del monte Carmel atentaba contra todo intento de concentración y disciplina. No estaba en vena ni podía entender el discurso de J.A. que nadie objetaba ni en una coma. Y si íntimamente me reprochaba cierto escepticismo, la idea de ser tanto como parias en nuestra propia tierra me resultaba inadmisible. Algunos fundamentos me parecían objetables y otros irreconocibles, no estaba de acuerdo y me negaba a desaparecer en la perniciosa apatía del resto, avalando tácitamente un pensamiento con el que no comulgaba. Irrumpí muy  a mi estilo, como si no supiera dónde estaba, con quién ni para qué.

Por el renovado entusiasmo de J.A., una disidente confesa sería mucho más gratificante que la veintena de adeptos desparramados en sus asientos.  Dedicó el resto del seminario a señalar y subrayar algunos conceptos que, según él, necesitaba aclararme, en un ida y vuelta personalizado, con briznas de intimidad que no pasaron desapercibidas.  El cierre llegó sin comentarios, ninguna señal que dejara entrever el intercambio epistolar que vino después.

Única en el universo, mantuve en secreto la existencia de las cartas. Las releía una y otra vez, extasiada con el decir elevado de J. A. que en su irrenunciable misión de esclarecimiento y cooptación, tentaba un acercamiento más mundano. Precautoriamente, amparado en guiños y subterfugios que, sin explicitar demasiado, quedaban sujetos a la libre interpretación de una adolescente fantasiosa que tocaba el cielo con las manos y  vaya una a saber, a tal distancia en el tiempo, qué pasaba por su cabeza, por su alma ávida de intensidades.  

El imperativo “dejémonos de eufemismos” puso las cartas sobre la mesa y dio pie al encuentro en Jerusalén. Una sentida frustración para ambos. Íbamos por tiempos y circunstancias demasiado diferentes. Desde ese entonces no lo volví a ver. Hace mucho que lo buscaba. Escribí al semanario donde colaboraba sabiendo que difícilmente me pondrían en contacto. Ahora que ya no está, aparecen algunas notas.