25 oct 2009

Volantera


Me decidí por la populosa esquina de Cabildo y Juramento, punto fastidiosamente burgués pero permisivo a condición de no perturbar su frivolidad. No me hubiera atrevido en la legendaria Corrientes y Montevideo, santuario de mitos, vanguardistas oficializados, equilibristas entre el poder y la gloria y reblandecidos nostálgicos. Pensé también en la plaza Serrano, donde se dan cita los artistas de culto y la posmo que pasea sus instalaciones sin piedad de los ocasionales paseantes. Ahí sí hubiera sido bueno, pero el ánimo no me daba para que me endilguen una onda retro y me miren como pieza de museo.
Como dije, elegí la esquina de Cabildo y Juramento angosta, o sea del lado oeste y más congestionado, en el centro geométrico de la ochava y vapuleada por la turba que avanzaba a los empujones. Una bolita primorosa ofrecía, pollerón de por medio, su lencería de encajes sobre la vereda y una promotora de celulares, con gorra y remera marketinera, repetía un speech que nadie parecía escuchar. No había contado, como cabe a la suficiencia, con la plaga de competidores. Se trataba de difundir y el desafío consistía en que acepten nuestro papelito y lo lean antes de hacer un bollo y tirarlo unos pasos más adelante. Muchos peatones con los minutos contados, o hartos de volantes, o las dos cosas, no los recibían o recibían sólo algunos y otros los pasaban por alto. La cuestión era que nadie quería quedarse con el volante en la mano. La entrega no tenía nada de lucrativo, un volante más o menos no les cambiaba la vida, pero lo tomaban como algo personal y se jugaban por la aceptación. No es fácil, algunos apuestan a la imagen, otros a la simpatía, pero nunca falta el radical que prefiere deshacerse de la competencia. El insolente chasqueaba los dedos y pretendía que me largara cuanto antes como si no me asistiera igual que a todos, el derecho a permanecer en esa esquina, más cuando estaba en franca desventaja y no era una amenaza para nadie. Lo mío era casi artesanal, por computadora y en modo econofast para ahorrar tinta del cartucho. Estaba lejos de competir con el offset, la impresión digital, los dípticos y trípticos a todo color que se repartían a troche y moche, para beneplácito del público que encima lo agradecía. Pero toda injusticia promueve un paladín y en mi auxilio vino una chica de pelo rubio y piernas tan largas que parecía andar sobre zancos, dos pasos y estaba en la otra punta de la ochava, y me cobijó bajo su ala. Tenía oficio. Aquí y allá, le recibían el volante que no sólo leían sino que, me consta, doblaban cuidadosamente antes de guardarlo. Parecía fácil, tender la mano y entregar un papel. Sin embargo tenía sus bemoles y mi suerte no era la misma. Muchos hacían directamente NO con el dedo y pasaban de largo. Los más me recibían el volante pero lo tiraban en el acto sin la menor conciencia ciudadana. Según la rubiecita me faltaba estilo y un poco de picardía en la selección del destinatario y se propuso iniciarme en los secretos del oficio. Total, nuestros targets eran tan diferentes que no habría interferencia. Ella promocionaba un spa para excedidos de peso y le venían bien casi todos: obesos en distintos gradientes de concentración adiposa, con unos kilitos demás, en peso pero con el fantasma de la gordura, pero el target de un libro como el mío era mucho más complejo y me aconsejó algunos recortes. De movida descartó fisicoculturistas, patovicas, esculpidas con siliconas, bronceados en cama solar y caras estiradas como una sábana, ya que es imposible desarrollar dos cosas al mismo tiempo. En mi lugar, decía la rubiecita, tampoco perdería el tiempo con los trajeados de attaché, proclives al sex shop y revistas de alto voltaje, ni con los maduros de look adolescente o los carilindos que van diciendo aquí estoy y no se despegan del espejo. Difícilmente estarían interesados en un libro de las características del mío que, según le había comentado, parecía devolver una imagen poco complaciente de nosotros mismos. Imaginate, una vida ocultando la fealdad para verla en un libro que encima no es gratis, dijo muy atinadamente, y enseguida la pregunta de cajón. Por qué no escribía algo más viable, que deparara ilusiones al lector y me proporcionara el tan necesario contante y sonante. Le comenté mis intentos con una historia de abducción cuya protagonista, una ignota y añosa escritora, era trasladada a millones de años luz y depositada en los comienzos de una nueva civilización, al estilo de una Lilith alienígena, que borrara con el codo todo lo que escribía con la mano. La idea me entusiasmaba, digo, era como recuperar el paraíso desde una óptica satánica, pero después concluí que se necesitan condiciones especiales para vivir en otro planeta y la abandoné hasta mi próxima vida. Agradecía su interés pero el quid de la cuestión era otro, si alguien supiera de su existencia tal vez habría interesados en mi libro que por ahora seguía amocosándose en las estanterías sin la mínima oportunidad de ser encontrado y no estaba dispuesta a esperar sentada hasta que se diera la coyuntura. En el colmo de la ingenuidad, me había propuesto corroborar cómo marchaban las cosas y entrado en una librería al azar de Palermo Soho. La vendedora no recordaba ni el título pero le expliqué mis razones, dije que era la autora en persona (no sé por qué esperaba que muriera de emoción), y accedió a buscar los datos en la computadora: cantidad de ejemplares recibidos, salidas por venta y el stock. Hasta el momento no presentaba variantes. ¿Y entonces? Que no se vendió ni uno solito, dijo con innegable tono de sorna y siguió dándome lata, del tipo “no se desanime” “hay que darle tiempo”, para no dejarme ir tan maltrecha.
Pero esa mina, le explicaba a la rubiecita, que no habría leído un libro en su vida y dudaba que tampoco le dieran las neuronas, no tenía la menor idea de con quién estaba tratando. Fue el impacto inicial, una vez en la calle recuperé el aliento y caí en la realidad. Me di cuenta que las reglas son otras, que el mundo evoluciona y no basta con ser intelectual, ni asistido por el genio, ni tener un libro editado por mejor que sea, y que de nada sirve rebelarse contra el sistema, ni cargarle las tintas al editor que también tiene que pucherear. Hoy para escribir un libro se necesita una formación de tipo holístico que contemple el proyecto desde la idea hasta el consumidor final. Y como soy una mujer decidida, le seguía diciendo a la rubiecita, y cada uno es dueño de su destino, me decidí a responder al imperativo del momento y ahí estaba, estrenando mi nuevo perfil de escritora, publicista y manager en presentación compacta.

1 comentario:

Andrea Breq dijo...

Un relato genial!!... sencillamente genial.

Una alegría haberte encontrado.

Un abrazo,

A.