21 sept 2007

Ruinas que hacen arte (II)


Sigo con Ponte porque no me lo puedo sacar de la cabeza, es una de esas lecturas que no terminan al cerrar el libro, quedan rondando. A veces proliferan. Y me sentiría en falta si obviara el comentario de Un arte de hacer ruinas y otros cuentos donde la ficción alcanza todo el esplendor de lo simbólico. Algunas cosas me ayudan a ratificar que la literatura sirve de mucho. Es una necesidad.
La fiesta vigilada es sin duda revisión y blanqueo, como él mismo dice “Me gustaría contar cómo volvió la fiesta a la Habana” “hurgar dentro de una caja negra, examinar las grabaciones del desastre”. Paso a paso y sin ofuscaciones, demitifica más de un personaje, como Sartre que de ahora en más queda estrábico para siempre, y ofrece su visión de los hechos, asistido por la indiscutible autoridad de ser cubano, pensante, lúcido y extremadamente sensible, y de llevar toda una vida con la revolución a cuestas.
Quizás la discusión más honda y sentida sea a la hora de dirimir el lugar. Conminado abandonar el barco, ahora tenía que verlo fondear desde lejos. Él, que soñaba cultivar una literatura nacional y su misión era custodiar las joyas de la abuela.
Pienso en la maestría de sostener el relato en una austeridad irreductible. Esgrime una ironía sutil y precisa. No sucumbe a ningún intento de manipulación ni se arriesga en provocaciones inútiles.
En la única alusión al “Che”, cuenta la desilusión de Ernesto Guevara cuando, recién triunfada la revolución, tuvo curiosidad por ver el documental El mégano, censurado y sacado de circulación por las autoridades prerrevolucionarias. No encontró nada que justificara la medida. “Su curiosidad por el filme exhumado se dirigía probablemente menos a la obra en sí que a la prohibición que había pesado sobre ella”, señala Ponte.
La metáfora contribuye a la idea, que trabaja a lo largo de todo el libro, sobre la inconsistencia de una revolución que empieza y termina en sí misma.

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